flor de melocotón de mi jardín
Comiendo el melocotón, me siento como un asesino.
El tiempo y la oscuridad no significan nada para mí,
moviéndose de un lado a otro con mis blancos dientes
y mi lengua hinchada, saciándose en la pulpa
jugosa. Cuando chupo el hueso que se parece al cráneo
de un pequeño mamífero, se borra toda memoria
de penas y disputas, de soledad y ansias
de amor erótico, y del proyecto de un mundo,
donde el hombre, harto de la razón, no logra devolverle
un orden a las cosas. Comiendo el melocotón, siento el largo
vagar, de mi mano humana —ayer lenta y garra—
se extiende a través de una alegoría del Edén,
del barro, del tedio y del pesar, hacia las abejas, la soledad
y el montón de briznas de hierba que arrastra el agua fría.